En aquella época es muy probable que se tratara de una simple cuña de madera, situada entre el talón del pie y la suela, cuya función no era garantizar la estabilidad del pie, sino hacer que la persona que lo llevaba pareciese más alta. El tacón exterior no tardó en aparecer y alcanzó su punto álgido durante el barroco con dimensiones y ornamentaciones extremas. Los tacones, a menudo demasiado altos, impedían que el pie adoptara su posición natural y, por tanto, que la persona anduviera con un equilibrio estable. A partir del año 1800, se prohibieron de nuevo los tacones y durante dos o tres decenios se pusieron de moda los zapatos de seda planos y ligeros.
Las distintas modas (por lo menos en calzado masculino) han pasado, pero el tacón ha permanecido. Tanto clientes como zapateros se han dado cuenta de que, debido a las características anatómicas del pie, un tacón bien formado y de una altura adecuada ofrece un buen soporte al pie y permite un mejor reparto del peso entre la punta del pie y el talón, a la vez que incrementa notablemente la flexibilidad del zapato.
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Hasta el siglo XVII, sólo las botas de montar estaban previstas de tacones. A partir de la época del barroco, los modelos más elegantes incorporaron también tacones, como por ejemplo los de brocado.
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La forma más cómoda y habitual de tacón es ligeramente asimétrica.
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En el calzado más deportivo, de puntera ancha, resulta más adecuado el tacón en forma de trapecio ensanchado en la parte inferior.
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Para los modelos de puntera más estrecha resulta más adecuado el tacón en forma de trapecio ensanchado en la parte superior.
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